
Tal como afirma Carlos Curi –especialista en la obra de Astor Piazzolla a cargo de la edición del libro Con Piazzolla, de Alberto Speratti– el título de esta reciente reedición puede leerse de dos formas: como referencia a la serie de entrevistas realizadas por el autor –el periodista y escritor Alberto Speratti (1942-1991)– entre julio y octubre de 1968 o como una toma de posición: “Estamos con Piazzolla, a favor de Piazzolla, no contra Piazzolla”.
Escrito al fragor del mito (“Nuestra sociedad se alimenta de mitos”, Piazzolla dixit), este libro, tal como expresa Curi en el prólogo, “es más bien una fotografía, una captura temporal que nos muestra de cerca en estas entrevistas todo lo potencial (la potencia) que Astor tenía”. Escrito al fragor del mito, cuyas disputas por el canon tanguero se hacían notar y hasta terminaban en golpes –se narra un famoso episodio en un debate televisivo con Jorge Vidal en donde casi se van a las manos– la editorial Vademécum rescató esta obra que era casi inconseguible y vuelve a las librerías para echar aún más luz sobre la vida y obra de uno de los artistas más importantes de la historia de la música argentina: el bandoneonista, director de orquesta, arreglista y compositor argentino Astor Piazzolla (1921-1992).
Curi también destaca el carácter vanguardista y experimental de Astor: “La conexión con la música que Piazzolla provoca en el tango es una mutación, un salto brutal, más que una evolución parsimoniosa; que Piazzolla (como toda instauración de lo nuevo) haya ‘inventado’ a su oyente, quiere decir que el impacto comienza por la perplejidad, por el ‘¡qué es esto que escucho!’; algo irreconocible para los tangos escritos hasta los años 50”.
A lo largo de 150 páginas, la historia del compositor y bandoneonista se divide en ocho capítulos y dos apartados titulados «La música» y «El músico». También se incluye un bello archivo fotográfico con imágenes de su infancia y varias instantáneas de su desempeño artístico durante la década del 60. Pequeñas disquisiciones del autor se intercalan con la narración de la vida del músico abarcando desde su infancia en Nueva York, donde su padre trabajó como peluquero para un gangster siciliano, hasta sus disputas con la Vieja Guardia tanguera que aún lo cuestionaban por rupturista y revolucionario.
En los primeros párrafos se conoce algo más de la infancia del músico. Cómo su padre le había enseñado a boxear –algo que le serviría para, tiempo después, no achicarse ante los embates de viejos tangueros que lo cuestionaban–, en un gesto típico de los varones de otros tiempos que arreglaban sus problemas a las trompadas. En los años 30, se cuenta, para Piazzolla la Argentina “no era más que un puñado de referencias a olvidar”. La contempla con cierta distancia. En Nueva York también tomó clases de música con un profesor italiano que le enseñó más de la preparación de recetas de salsas y espaguetis que de armonía y solfeo. También aparece la fascinación por la caza, algo que se ilustra en el documental Los años del tiburón (2018), de Daniel Rosenfeld.
Se lee a un Piazzolla en sintonía con la época (eran tiempos del Mayo Francés, la vanguardia artística en el Instituto Di Tella, los años locos) que se defiende de sus detractores con la confianza y solidez de una obra que habla por sí misma. Aunque no le escapa al filo de ninguna pregunta. En un momento, dispara: “Ser un gran técnico, un gran teórico y no tener nada que decir, es un fenómeno bastante actual en nuestra literatura, en nuestro arte, en nuestra música (…) ¿De qué vale el conocimiento si uno no tiene nada que decir?”.
Speratti lo define como un “un renovador peligroso, un revolucionario a pesar suyo”. Narra su oposición a Aníbal Troilo –a quien acompañó como bandoneonista de su orquesta y de quien padeció su famosa goma de borrar que arremetía sobre sus sofisticados arreglos– y la influencia que tuvo en el Julio De Caro. También las enseñanzas de Alberto Ginastera, a quien recalca como su gran maestro, y el papel revelador que tuvo la mítica maestra francesa Nadia Boulanger –quien impartió lecciones de piano a Daniel Barenboim, Egberto Gismonti y Quincy Jones, entre otros– a la hora de insistirle en que el bandoneón era lo suyo. “Uno puede estudiar mucha música, pero lo único que realmente vale es la intuición”, afirma Astor en un fragmento del libro.
Sobre el final, se reúne un compendio de opiniones de Piazzolla sobre diversos temas, desde la influencia de otras artes (donde admite que la pintura lo influye más que la literatura) hasta el peronismo (“Yo me sentía afectado por mis hijos, que estaban obligados a leer un libro que loaba a una mujer que nos perjudicó a todos, en especial a los artistas, en particular a mí. Porque había que bajar la cabeza o reventar. Ese gobierno solo ayudaba a la gente que lo apoyaba”).
Describe un día normal de su vida y analiza en profundidad su propia obra: “A la melodía la acompaño armónicamente dentro de mi estilo, la cosa más agresiva, fuerte, moderna. Pero siempre está la melodía alrededor”. Confiesa que compone con el piano: jamás pudo escribir con el bandoneón. Aunque afirma que este instrumento es “la mitad de uno” y también lo define como su psiquiatra.
Speratti describe lo que implica Piazzolla para su generación y su música: “Fue el descubrimiento, y más, fue conocer una música de Buenos Aires que escapaba al chan-chan, que era triste y dolorosa, que servía de buen fondo a cualquier poema, que ayudaba ingenuamente a enfrentar el ‘mundo’ de papá y mamá”.
Sobre el final, también expone sus dificultades incluso económicas. Algo que, en tiempos en donde el hacer dinero fácil y rápido parece consolidarse como un mandamiento implícito de la época, puede resultar revelador: “Hace 25 años que vengo luchando por un ideal y no me vendo a nadie; he aprendido a hacerlo (…). En mi país gano mucho menos dinero, me va mal, pero soy bastante libre. Es una cuestión de sangre (…). Pienso que es mucho más importante estar seco y con ‘María de Buenos Aires’ en la conciencia, que haber hecho un bodrio y estar lleno de plata. Esto es lo que yo buscaba: la tranquilidad, la conformidad conmigo mismo. Tal vez eso sea la madurez”.