Todo incluido y nada de imprevistos. El turista all inclusive sabe lo que le espera antes de subir al avión. Compra felicidad segura. Sin embargo, siempre estará buscando inconscientemente algo secreto y alguna sorpresa. Sobre todo si las viajeras son cuatro periodistas acostumbradas a sacar arena entre los adoquines.
Pero el primer día que llegamos a Punta Cana nos dejaremos llevar por la corriente que nos tironea directo hacia la playa del hotel. Nada de andar probando ahora la «teoría del salto del programa» que postuló Beatriz Sarlo en su libro Viajes. Queremos chequear rápido y sin culpa la desmesura de todos los colores turquesas de la vida, desde el azul cobalto hasta el azul pavo real. Y la ingobernabilidad de ese mar que nos iguala a todos. A grandes y niños, a reyes y plebeyos.

Dos silbatos fuertes y cortitos nos despiertan pronto del sueño del mar propio.
-Hasta la rodilla, el agua solo hasta acá- nos grita el guardavidas del Hard Rock Hotel & Casino Punta Cana, haciendo un gesto con su mano. Y señala con el mentón la bandera roja que flamea en el techo de una casilla coronada con hojas de palmeras.
-¿Cómo, no estamos en el Caribe?
Erid, el socorrista que parece tallado en ébano, nos explica algo sobre las corrientes marinas y las mareas y aporta la primera sorpresa del viaje: no todas las playas de esta zona oriental de la República Dominicana tienen aguas calmas y piscinas naturales.

-Si quieren nadar, vuelvan después del mediodía. O mañana, cuando cambie el viento, invita Erid, que trabaja 12 horas, durante 12 días seguidos para luego descansar 3 días y volver a su isla, a Saona, donde viven solo 600 habitantes y lo espera su hijo.
El termómetro marca 28 grados, la misma temperatura que invariablemente nos acompañará los próximos cinco días. Recorremos las 15 piscinas del megacomplejo rockero y nos quedamos en «Edén», la exclusiva para adultos. Detrás de la barra acuática asoman tres europeas en topless. Desplegamos las toallas frente al DJ que toca en vivo y nos entregamos al sopor del ocio. Una camarera de inmensa dentadura blanca ofrece piña colada. Al retirarse mueve la cintura con dos meneos apenas perceptibles.
-Ese pasito que hiciste recién…
-Ah, sí, sí. Acá todo es merengue.
Y allá vamos, entonces, a dar el «salto del programa» que propone Sarlo. A buscar el punto exacto de esa mezcla de baile y cultura que se mete en el torrente sanguíneo de esta isla que descubrió Colón en 1492. Y que Juan Luis Guerra metió en millones de hogares a través de canciones que nos hablan de amor.
Ojalá que llueva café en el campo Que caiga un aguacero de yuca y té.

A la mañana siguiente salimos a descubrir qué hay más allá de las palmeras del hotel. José será el encargado de llevarnos por los campos del rey del merengue. Se detiene frente a un cañaveral. Explica que son haitianos la mayoría de los que cortan la caña a 45 grados, a puro hachazos. Recuerda la época del dictador Trujillo -narrada magistralmente por Vargas Llosa en la Fiesta del Chivo-, que traía a miles de braceros para la zafra del otro lado de la isla y luego los expulsaba como perros.
José convida un pedacito de caña recién pelada y la mascamos como si fuese un chicle duro. No se parece nada al azúcar. Para que tenga ese sabor, apunta José, hay que moler la caña y cristalizar su jugo hasta convertirlo en melaza.

«Así fabricamos nuestro famoso ron dominicano», se agranda, y seguimos atravesando campos. Ahora de arroz, luego de plátanos, más tarde de tabaco. Los niños saludan desde un costado de la carretera Higüey, una cicatriz de asfalto mal terminado que zigzaguea entre palmeras, cocoteros y aguacates en flor.
En Rancho Real conocemos a Wendy, que lleva 40 años armando puros. Empezó a los 15 y no paró más.
«Heredé el trabajo de mi padre», cuenta con una sonrisa ancha y blanca, mientras estira con sus dedos una hoja de tabaco. La acaba de descolgar de una soga como si fuese una media. «Para hacer un buen cigarro hay que esperar al menos tres meses hasta que la hoja se seque bien», dice. E invita a recorrer la plantación para identificar los tipos de hojas.

Seguimos viaje hacia un campo de cacao. Van quedando atrás carnicerías que exhiben en el mostrador cabezas enteras de chivos, vacas y cerdos, carteles de Loteka te toca (la lotería que ofrece ganar millones) y negocios de ramos generales que venden hasta inodoros en la calle.
En lugar de jardín, las casas tienen una explanada de cemento en el frente para secar las semillas de cacao.
Frena José frente a un árbol frondoso y arranca un fruto amarillo del tamaño de la mano. Lo parte al medio con un golpe fuerte sobre una piedra. Muestra las semillas: «Hay que dejarlas al sol durante una semana, y luego habrá que tostarlas y molerlas». Así se hace el chocolate que nos dará a probar en un rato debajo de un techo de chapa.
Estamos en una casa de campo y suena una canción de Antony Santos: Me enamoré, me enamoré, y yo no sé ni cuando fue, me enamoré/ Me enamoré, y yo/ No sé ni cómo fue
-¿Ya han bailado merengue, señoritas?, pregunta curvando la comisura de sus labios en una sonrisa suave.
Y ahí nomás nos tomará la cintura y nos dará la primera lección en cuatro tiempos: arranca con un paso básico en el lugar (tipo marcha), luego uno lateral, vaivén, rombo y giro.
–¿Qué significa para mí el merengue? Bueno, señoritas, ya lo ven: es un estado de ánimo.

Emprendemos el regreso al hotel con los oídos llenos de música. El Edén está cerca y la tarde viaja serena hacia la noche. Nos espera la camarera de dientes gigantes y su piña colada.
De a poco vamos degustando el ritmo dominicano, con el acordeón, el toque de la tambora y los encantos de la güira. Los pies empiezan a acostumbrarse al merengue.

Cuatro españolas juegan a sacarse el corpiño a un costado de la pileta. Antony Santos canta en continuado: Vivo en una jaula de oro/con de todo y sin amor/vivo en una jaula de oro/y como quiera es prisión.
Entre el all inclusive y la calle
El tercer día amanece con los inalterables 28 grados y el sol se derrama impaciente sobre el amplio yacuzzi del balcón. El mar se deja ver entre el vaivén de las cortinas. Bajamos a la playa. Detrás del carrito de las toallas, un moreno hace una leve combinación de rodillas y caderas sin mover los pies. Baila como sin querer. Baila por dentro. Baila para él. «El merengue es un bacilo», suelta. Y recoge una, dos, tres toallas sucias para llevar a la lavandería.
A la tarde, dos de nosotras tomamos un taxi hasta el Down Town de Punta Cana. ¿Vale la pena salir del Edén?

Cincuenta dólares -ida y vuelta- es lo que cuesta seguir buscando el ADN del merengue, que a esta altura ya sabemos que es mucho más que música: es un corazón que bombea alegría e historia. «Sin merengue no hay país», dirá el chofer que nos dejará en 20 minutos en Plaza San Juan, un lugar que hasta donde alcanza la vista está en construcción. Se amontonan grúas, vigas, hormigones, Punta Cana es un destino que crece sin parar. Empezó a asomar hace unos 30 años y ya es un boom. Solo en enero llegaron más de 50 mil argentinos, un 100% más que el año pasado.
En la Plazoleta de Coco Bongo (el show tipo Las Vegas arranca en 90 dólares) nos envuelve un remolino de aromas y sabores. Los restaurantes ofrecen la «Bandera dominicana», el plato nacional del pueblo que consiste en un estofado de frijoles y carne, acompañado de arroz blanco. A la noche, manda el Romo. «Acá le decimos cariñosamente así al ron dominicano», revela Patricio debajo de una torre interminable de rastas.
-¿Han probado la Mamajuana?, pregunta. Y sirve una «copita afrodisíaca», elaborada con 32 hierbas, ron, vino y miel. La garganta raspa como una lija

Cuarto día. Suena un tema de Wilfredo Vargas en la piscina principal del hotel: Tengo un jardín de rosas, son todas para tí hermosas. Una máquina escupe espuma blanca sobre un gentío que baila en masa. El profesor de merengue, que se hace llamar Bad Bunny, explica la diferencia con la bachata: «A no confundir: la bachata se más lenta, se baila en tres pasos en lugar de cuatro». Y luego hablará de la capacidad de la danza dominicana para conectar con el público a lo largo de varias generaciones. Desde hace 10 años es Patrimonio Cultural de la Humanidad. «El merengue es nuestra forma de vida», refuerza desde el fondo de sus ojos negros.
Más tarde nos animamos a todos los toboganes del parque acuático del hotel. Tragamos agua, nos revolcamos, nos reímos. El ocio en su estado más puro. Pedimos la «hamburguesa de Messi», con los ingredientes favoritos del crack argentino, embajador oficial de la marca hotelera: queso provolone, chorizo en rodajas, cebolla roja caramelizada, salsa picante y ahumada.
Al atardecer hay cata de ron en el lobby, un duelo -sorbo a sorbo- entre las bodegas de los señores Barceló y Brugal, dos españoles que llegaron a Dominicana el siglo pasado para plantar caña de azúcar y embotellar sueños. Mindry nos hará inclinar la copa para ver si la burbuja que se forma tras el vidrio tiene forma de lágrima o de piedra. «Los solteros verán una lágrima y los casados, una piedra», bromeará.
La cena es en el restaurante del Casino del hotel que figura primero en las recomendaciones de Trip Advisor. Sirven carnes traídas de Chicago seleccionadas a mano y maduradas por 21 días.
Nos enteramos que en la mesa de al lado un apostador oriental acaba de dejar 100.000 dólares de propina y nos vamos a dormir con la certeza de que solo la ingobernabilidad del mar que está allá afuera nos iguala a todos. ¿Cuánto habrá ganado el chino para dejar semejante fortuna a la caja de empleados? Un camarero indiscreto aporta un dato clave: sólo para entrar al salón VIP tuvo que dejar 50 mil dólares sobre el paño.

El último día decidimos ir a conocer la isla donde Brooke Shields filmó parte de la película «Laguna azul». Saona es un auténtico paraíso caribeño custodiado por palmeras que no conocen techo, a tres horas del hotel: mitad ruta, mitad barco, con una parada para hacer snorkel. Allí encontraremos por fin el secreto mejor guardado del merengue. Su punto más exacto. Está en los ojos increíblemente celestes de una negra de pelo ensortijado. Tan claros que duelen.
«El merengue es un principio», afirma mientras bascula el peso de su cuerpo de un lado al otro en la popa de un barco. Lleva una pollera cortita de costuras saltadas. Baila descalza, como si la vida se le fuera en cada paso. ¿Cuántos merengues tendrá encima esa pollera descosida? La morena de ojos de mar saca a bailar a un brasileño, luego a un canadiense. Sigue con una uruguaya y una argentina. Invita y convence a todos bajo el sol del atardecer.

«Nuestra música, que fue criticada durante mucho tiempo por a su origen humilde, es nuestro código genético«, cuenta la bailarina cuando desciende el último turista que le deja 10 dólares enrollados en una botellita de plástico. Luego, tragará una dosis de ron y de saliva y hundirá su mirada celeste en la profundidad del mar. Explicará que el dictador Trujillo (1930-1961) promovió el merengue como símbolo nacional: «Desde entonces las canciones han servido para glorificar a los tiranos, pero también -y sobre todo- para denunciar injusticias de los gobernantes».

Un estado de ánimo. Una forma de vida. Un bacilo. Un principio. De todos los personajes con los que nos cruzamos en el camino están hechos los viajes. Para encontrarlos, a veces, solo hay que saltar el programa.
En la luz que choca sobre la vela del barco y rebota en un cardumen de peces amarillos está el momento que nos llevaremos a casa para siempre.
MINIGUÍA
Hay varias opciones para llegar a Punta Cana (República Dominicana), tanto con vuelos directos desde Argentina como con vuelos con conexiones.
Copa Airlines ofrece vuelos vía Panamá, un hub aéreo al que tiene una importante oferta de vuelos: desde Ezeiza-Buenos Aires (5 vuelos diarios); Córdoba (2 vuelos diarios); Mendoza (5 vuelos semanales); Tucumán (3 vuelos semanales a partir del 24 de septiembre) y Salta (3 vuelos semanales a partir del 23 de septiembre). Desde Panamá hasta Punta Cana hay 56 vuelos semanales.

Su programa de Stopover, renovado en octubre pasado, tiene ofertas para visitar Panamá ya que permite una estadía de 1 a 7 días sin costo adicional a la tarifa aérea, sea a la ida o a la vuelta desde Punta Cana (panama-stopover.com/es).
v1.7 0421
República Dominicana
Infografía: Clarín
El lujoso Hard Rock Hotel & Casino Punta Cana (unos US$ 400 la habitación doble por noche) tiene 1.882 habitaciones y gran oferta de restaurantes –algunos con costo extra-, un Rock Spa con 48 cabinas de tratamiento, hidroterapia y piscina mixta de vitalidad, dos jacuzzis, baño de vapor, sauna, piscina de experiencia sensorial, sala de hielo de última generación y más.

Hay club de niños (Hard Rock Roxity Kids Club), un imponente Casino con 4.180 m2 y 13 piscinas, entre ellas un río lento. El Rockaway Bay Water Park cuenta con 23 toboganes. Hay simulador de olas, salas de escape, mini golf o la cancha de golf diseñada por Jack Nicklaus.

Este resort también está preparado para celebrar bodas (hotel.hardrock.com/punta-cana/es/).